lunes, 27 de abril de 2009

"Exagerar es humanísimo (y otras historias)". Una tormenta de cuento por Mafa Alborés.

 

EXAGERAR ES HUMANÍSIMO,
Y OTRAS HISTORIAS

Tal vez fueron sus rizos lo que le llamó la atención. Lo cierto es que no pudo evitar entrar en la minúscula confitería. Ella colocaba cajas llenas de croissants en la vitrina. Seguro que cuando volvía a su casa después del trabajo todavía conservaba aroma de panecillo tierno. Dos confituras brillantes y melosas observaban al recién llegado cliente.

-Buenos días. ¿Qué desea?

-Buenas. Esteee... ¿Me pone una leche merengada, por favor?

Mientras bebía, agazapado tras el periódico, él se preguntaba si en los rizos de ella se quedaría impregnado aquel delicioso olor a canela que se le quedaba en el paladar justo antes de refrescarle el estómago.
Los rizos dorados se paseaban flotando tras el mostrador, inaudibles bajo el leve zumbido del rotor que movía incesantemente la horchata. Tal vez por eso resultó tan molesto el sonido de la pajita sorbiendo el fondo del vaso, pero al menos sirvió para que ella volviese a mirarlo. Los dos sonrieron.

-¿Me pone otra, por favor? (No pudo evitar una sonrisa un tanto estúpida).
Era realmente maravillosa. Entre sus manos, las cajas de cartón parecían cofres llenos de tesoros de azúcar, y cuando se agachaba para meter las cocacolas en la nevera, su bata de merengue era lo único que evitaba que sus dos adornos chocolateados enfriasen sus guindas entre refrescos.

-Flurspsprursps!
Ella volvió su rostro instintivamente. Él la obsequió con una sonrisa tan estúpida como la anterior, esta vez adornada con brillantes gotitas de sudor.

-Dichoso sorbete... je, je. Pueees... sírvame otra merengada, por favor.
Decidió pasar de cuando en cuando la página del periódico. Pensó incluso que podía encender un cigarrillo, pero le frenó la idea del pestazo a humo que invadiría aquel sacrosanto dulzor. Además era incapaz de despegar el sorbete de los labios y no podía dejar de chupar aquel néctar que ella le ofrecía. Ni siquiera era consciente de haber pasado la última página del diario porque no dejaba de contemplarla.

-¡ Sjlursfrusps! ... Vaya. El sorbetito otra vez. Es que tengo una sed...
Esta vez ella no se limitó a sonreír. Se rió amablemente. Él le contestó con una risita bastante estúpida.
-Póngame otra. Con este calor...

Volvió a la primera página del periódico y retiró la pajita del vaso. No quería repetir aquel funesto ruido chupando el fondo vacío y comenzó a beber directamente del vaso, dándole grandes y rápidos tragos. No podía parar. Parecía tener un ansia frenética de consumir leche merengada. Vació el vaso tan rápido que no pudo evitar sorber el fondo empinando el codo.

-¡ Ssrlurpss!

Ella rompió en carcajadas y le avergonzó tanto que se atragantó y tosió.
De pronto, un sudor frío le recorrió la espalda y le estremeció una convulsión. Habría querido reetener toda la leche merengada que había consumido pero fue imposible. La vomitó toda, repartiéndola por encima del mostrador. Ella ya no se reía y él no pudo evitar una sonrisa tan estúpida.



Un joven pasaba ante un/el escaparate y entró en un bar que había al lado
durante menos de un minuto.

Salió a la calle con ese gesto compungido que tanto le caracterizaba. Al enfilar la bocacalle en dirección al ocaso, su sombra se alargaba a sus espaldas formada de oscuras partículas de pasado. Las manos en los bolsillos, la chaqueta floja y desgarbada. La corbata aflorando arqueada sobre el pico del jersey. Parecía un asa para humillarlo con más facilidad. Esta vez no llevaba puestas las gafas que le daban aspecto de niño indefenso para poder ir cabizbajo sin temor a perderlas.
Había pasado mucho tiempo desde que se había producido aquel cambio radical en su vida y si embargo seguía teniendo las mismas costumbres y los mismos quebraderos de cabeza. Por eso ahora se dejaba llevar por el nuevo modo de vida de los jóvenes a los que su anodina existencia había hecho ignorar. Además, él sabía que poseía algo especial, una sensación distinta en su espíritu. Algo que le ayudaba a sentirse distinto a los demás. Incluso por encima de ellos. ¿Porqué estaba siempre triste? ¿Para qué? ¿Para compensar las satisfacciones de la otra cara de su doble vida? Aquellas noches de euforia recorriendo las manzanas de la ciudad.
Si los demás seres eran capaces de evadirse de la vida cotidiana, él era más capaz que nadie. Tenía amigos que se habían ido al ejército y con los que ahora se llevaba mejor. Claro. Él estaba un poco más integrado en el grupo con el que salía. Las chicas le querían, y él las quería. Uno de los muchachos había pasado por duras experiencias a causa de la droga. Ese sí que sabía evadirse: L.S.D. ¿Y la pelirroja? Era su más entrañable amiga. Su eterna compañera. La chica bombón que le descubrió todo lo que de fiera masculina había en él. Ella se evadía a través de su propio desparpajo: su frívolo e inagotable sentido del humor. Quizás por eso se había enamorado tanto de la rubia, porque era más seria, más aparentemente trascendental y tan bonita como la pelirroja. Cada vez que recordaba las causas de su muerte se estremecía. No quería recordarlo.
La calle comenzaba a hacerse más ancha. Cruzó un paso de peatones y se encontró en una plaza circular rodeado por una retícula de amplias avenidas perpendiculares que formaban un damero de inmensas manzanas de rascacielos.
Contempló la ventana de uno de ellos con cierta nostalgia. Recordó que allí había conseguido trabajo por primera vez y no pudo evitar que viniera a su mente la imagen de su primera novia. ¿ Cuántos años tenía entonces? ¿Diecisiete? ¿Dieciocho? Había pasado mucho tiempo.
Enfiló una de las avenidas dando grandes zancadas y esquivando la multitud de gente que circulaba por la acera. Se palpó el bolsillo y comprobó que tenía todavía la china de costo que le había pasado un conocido del barrio. Se metió en el metro y, al salir, la luz de la tarde le lastimó en los ojos. Recogió su moto junto al bar de siempre y se dirigió hacia Manhattan.
Siempre le había fascinado el mirador de la estatua de la Libertad. Recordaba su entusiasmo de infancia cuando sus tíos le acompañaban en aquel mágico ascensor para comprobar que, desde aquella altura, la gente es todavía más insignificante, y que Nueva York es todavía más grande. Se dio cuenta de que aquella tarde había tomado una decisión muy oportuna. Aquel lugar era el más idóneo para sus propósitos. Sus problemas, sus penas, sus amarguras, se quedaban muy lejos. Abajo. En el suelo.
Cualquiera se hubiera sorprendido mucho de que alguien pudiese saltarse toda norma de seguridad y encaramarse en la coronilla del monumento. Incluso él, esta tarde, se sorprendía muchísimo de lo fácil y grato que le resultaba todo. Una señora, desde el mirador, lo vio trepar por uno de los picachos de la aureola de la estatua y se quedó atónita. El fuerte viento era incapaz de derribarlo de su posición. Él se volvió de espaldas y se protegió algo junto al vientre durante un buen rato, hasta que se dio la vuelta y avanzó hasta la punta del inmenso espolón. La señora se desmayó.
Él se sentó en el altísimo extremo metálico, contemplando la magnifica puesta de sol. Miró de nuevo hacia el suelo. Los automóviles parecían hormigas metálicas de colores. Un mosaico en movimiento de gentes y vehículos. Durante un instante se le ocurrió intentar calcular el tiempo que tardaría un cuerpo con un peso como el suyo en llegar al suelo. Casi le dio risa por hacer cálculos matemáticos en aquellas circunstancias. Era absurdo.
¿Es que iba a buscarse una preocupación más en vez de evadirse, olvidarlo todo? Tardaría en dejar de importarle aquel cúmulo de problemas sociales y personales tanto como el tiempo que un cuerpo de su peso tardaría en llegar al suelo.
Sacó un encendedor de dentro del paquete de su cinturón y el feliz pensamiento que le surgió en la mente le hizo ver cuán estremecedora e impresionante era la realidad:

-“¡Joder! ¡Soy Spiderman y me voy a fumar un porro encima de la estatua de la Libertad!”.

Un avión se alejaba en el horizonte, al otro lado del océano.





Había hecho este vuelo más veces, pero ésta era la primera que le ocurría aquello.
Miró por la ventana, hacia abajo, preguntándose si no estaban volando a una altura excesiva. Las grandes compañías pueden tener errores de control aéreo. Lo cierto es que se preguntaba esto por si era la causa de una pequeña despresurización que pudiera afectarle de aquel modo. Resultaba incomodísimo estar sentado todo el tiempo con aquella tremenda erección.
Se levantó y, con las manos en los bolsillos para que no se notase el bulto, le cuchicheó algo a una azafata, casi al oído, y se dirigió al servicio del avión.
Cerró la portezuela y giró la señal de “ocupado”. Se bajó los pantalones y se echó agua fría en la polla esperando que aquello se tranquilizase, pero no había manera. Se sentía cansado y entumecido, como si toda su energía estuviese concentrada en su miembro y estuviese a punto de reventar.
¡Oh, Dios! No podía pasarse la vida allí dentro. ¿Qué iba a hacer? ¿Meneársela? No le daría tiempo a eyacular antes de que alguien le golpease la puerta. Además ¿Y si después de hacerlo seguía igual de empalmado? No serviría de nada. Y encima, siempre habría algún listillo que elucubrara sobre su tardanza y se fijase en su abultada entrepierna.
Decidió no perder más el tiempo y se pegó el capullo al ombligo, se subió los calzoncillos y apretó el cinturón ajustándose fuertemente los pantalones. Se miró al espejo y se sintió un poco aliviado al ver que casi no se notaba. Se abrochó la chaqueta y se sonrió. No tardó en ensombrecer su rostro de nuevo:

-“ ¡ Qué diablos! – pensó- Aunque los demás no lo noten, yo sí lo noto.”

Le ponía nervioso aquella sensación de ansiedad. Salió del lavabo y se dirigió al pasillo de pasaje, donde los pasajeros leían libros y revistas. Los contempló a medida que avanzaba por el pasillo apoyándose en los respaldos de los asientos.
Se preguntaba si alguien habría podido notar el bulto bajo sus pantalones, pero todos parecían muy entretenidos leyendo o mirando por las ventanillas, en silencio.
Sólo una mujer se le quedó mirando con los ojos muy abiertos. Él tragó saliva e intentó pasar de largo pero sorprendentemente ella se levantó de un respingo y se interpuso en su camino. Se quedó mudo. Notó cómo se le subía la sangre a las orejas y la miró angustiado, notando cómo le vibraba un párpado. Intentó pasar justo en el momento que ella dijo:

-Perdone, disculpe...

Ambos se quedaron atascados entre las dos hileras de asientos. Los pechos de ella se aplastaron contra el suyo, y ¡ oh, no! Su polla le levantaba a ella la falda con un pliegue bastante perceptible.

-Perdone- dijo él.

-Si, esteee... yo quería saber dónde está el servicio de señoras.

-Ah, claro. Sí . Mire. Al fondo del pasillo, en la cola del avión.

-Gracias.

Le dio la sensación de que el ruido que habían hecho sus cuerpos al rozarse era estruendoso. Cuando la mujer se hubo alejado decidió ocupar su sitito. Sentía sudores fríos en el cuello y la espalda mojada. Le dolía su pobre miembro oprimido y tenía el corazón acelerado. Se sentó e intentó olvidar la sensación ansiosa de ansia. Estaba temblando.
Una azafata se le acercó con un zumo de naranja. Frotó la lengua contra el paladar y dos bloques de granito se friccionaron bajo sus tímpanos.

-Aquí tiene el zumo que me pidió.

-Glaciaz.

Tenía la boca seca y bebió el contenido del vaso de un solo trago. Entonces ocurrió lo inesperado. Una violenta turbulencia sacudió el avión, que se había sumergido en una tormenta. La lluvia y el viento se daban de hostias contra el fuselaje.
La azafata se cayó hacia delante intentando agarrarse a la bandeja que llevaba en las manos. Él miró estupefacto cómo la muchacha se le venía encima y experimentó un rápido eructo con sabor a naranja a la vez que su cara era sepultada por dos calientes tetas forradas de uniforme azul de verano. La chica gimió y el avión volvió a tambalearse. Ella intentó incorporarse rápidamente y puso su mano derecha sobre el vientre del hombre cuya polla superpuesta palpitó. Él sintió un indescriptible mareo y agarró el culo de la azafata. Ella gritó y el avión se sacudió. Casi todo el mundo gritaba en el avión. Éste pegaba tales sacudidas que las azafatas apenas podían tranquilizar al pasaje con sus desesperados gritos de aliento desgarrado, y dos señoras, un niño, una azafata, el copiloto (y un señor) se dieron tales costalazos contra la pared que cayeron inconscientes. La monja que estaba en la tercera fila se murió de una ataque cardíaco sin hacer aspaviento alguno.



Él no podía soportar más aquella presión en su polla. Se la sacó y le subió la falda a la azafata que llevaba encima. Ella gritó desesperada, pues la posición escorada del avión le impedía desasirse y la histeria le provocaba una excitación general incontrolable, por lo que el hombre la pudo penetrar sin dificultad. Él sólo quería correrse de una vez y le daba tremendas embestidas a la mujer, que gritaba desesperaba y rítmicamente. El avión estaba cayendo en picado.
Él empezó a sacudirla con muchísima más fuerza, tenía que correrse de una vez o no le daría tiempo. Perdían altura por momentos y aquel maldito orgasmo no acababa de llegar, y el aumento de presión lo ponía cada vez más tenso. Al fin, a los cuatrocientos metros pudo suspirar con satisfacción.
Inmediatamente, se sacó a la azafata de encima y agarró los mandos. El avión tardó unos minutos en comenzar a estabilizarse. Cuando lo hizo totalmente, la muchacha, tendida en el suelo, tras un balbuceo, exclamó:

-Creí que no lo conseguiría, comandante.


Nunca lo había hecho, pero, al tomar tierra en el aeropuerto se fumó un cigarrillo.



Multitud de aviones llegaban al aeropuerto. Otros lo abandonaban. El chico que estaba sentado en una silla naranja esperaba el aviso de los altavoces para coger su vuelo. Una muchacha rubia, a su lado, mantenía un gesto taciturno y amargo.

-¿No podrías quedarte unos días más?

-No. No puedo. Mi trabajo aquí ha terminado.

-Pero unos días....¡Estás de vacaciones!

-Ya lo sé. Pero mi familia me espera, y estos días en casa de tus padres no han sido como en nuestro nido de estudio. Tienes que dedicarte a ellos y no te puedo tratar del mismo modo.

-Sí que puedes. Me dedicaré a ti por completo.

-No seas boba. No podrás. Tómate tiempo para ti. Aprovecha tus vacaciones. Descansa un poco de mí estos dos meses.

-No me apetece nada estar sin ti.

-Ni a mi, mi amor.

Cuando sonó el primer aviso de su vuelo, la miró con gesto intranquilo, como si quisiera irse de una vez. Ella le miró angustiada y entonces decidió sentarse a su lado, encima de su propia maleta, para que no pensara que quería separarse de ella, y cuando la vio llorar se sintió agobiado por una indescriptible ansiedad. La besó y contuvo su propio llanto. Se sentía estúpido. A la vuelta del verano volvería a verla.
Aquella sensación fue tan insoportable que cuando se subió al avión no sabía si lloraba de angustia o de alivio. No podía telefonearla en verano. No quería que volviese la tensión de la pasión. Lo soportaría. Era fuerte. Ella le llamó dos veces y la tensión aumentó. Después del verano la relación se rompió y en octubre él lloró. Todavía sigue llorando.
También siguen despegando y aterrizando aviones.

Los aviones siguen despegando y aterrizando. De ellos brota gente y a ellos siguen subiendo.



Salió del aeropuerto y mandó llamar un taxi. El taxista le ayudó a dejar sus bultos en el maletero.
Abandonaron el hipocentro del tráfico aéreo y se dirigieron a la ciudad vecina. El trayecto era muy agradable y el sol se ponía lentamente. Campos verdes se extendían entre el puente y su casa. Cuando llegaron, era ya muy tarde y había anochecido. Pagó al taxista y le dio las buenas noches. Sus dos maletas pesaban un poco pero se dijo a si mismo que era un hombre fuerte, que podría caminar más de un kilómetro así de cargado si fuese necesario, así que enfiló su calle con ganas de meterse de una vez en la cama.
Jadeaba rítmicamente y hacía todo lo posible para que la correa de la bolsa de viaje que llevaba sobre su hombro derecho no le torturase de aquella forma; además las piernas le flaqueaban a medida que le aumentaban unas terribles ganas de orinar. Se sentía un poco animado al sentir el peculiar aroma de su ciudad. Todas las ciudades huelen distinto. Siempre estuvo convencido de esto y ahora algo le decía que estaba en casa. Algo en el aire.


-¡Alto ahí! ¡Venga tío, saca toda la pasta o te rajo aquí mismo!

Le costó un momento ver la cara de su interlocutor, que le amenazaba con una navaja en la mano desde el umbral de un portal que acababa de pasar. Al volver la cabeza la maldita correa le tiró más todavía del hombro y apretó los dientes conteniendo su dolor.

-¡Venga, joder, que no tengo toda la noche!

El miedo comprimió su estómago. Estaba tan cansado que le flaqueaban las piernas y tuvo que dejar la bolsa de viaje en el suelo, así que deslizó la correa por su hombro a la par que se agachaba sin dejar de contemplar a su agresor. La adrenalina recorría su cuerpo en fuertes ráfagas y al desprenderse de la bolsa le sorprendió comprobar que casi tenía que esforzarse por mantenerse pegado al suelo. Casi se sentía flotar.

-Lo que yo llevo encima es cosa mía, pero ¿y tú?

-¿Qué?

-Que me dés enseguida todo lo que llevas encima.

El pobre chorizo no daba crédito a sus oídos. No entendía nada. Aquel tío le estaba atracando. Se sorprendió tanto que incluso se asustó.

- ¡Que me lo des todo de una puta vez!

Esta vez su voz fue tan fuerte que el atracador retrocedió un paso y él avanzó otro, sin sentir el peso de su cuerpo, así que ni navaja ni hostias, a no ser las dos que, consecutivas, le propinó casi sin esfuerzo al sorprendido delincuente habitual, deshabituado a estos sorprendentes lances de la gente y que ya no podía pensar en otra cosa que no fuera el terrible dolor que le causaba esta inesperada rotura de nariz. Le daba igual que le arrebatasen la navaja y la tirasen por una reja de desagüe, y no le sorprendió que el tipo no le sacase nada de los bolsillos, porque no podía sorprenderse de nada. Que le rompan a uno el tabique nasal duele mucho.
En cuanto al otro, cogió su bolsa aprovechando que aún le quedaba adrenalina y se fue hacia su casa ansioso por meterse en la cama, antes de que la jodida correa volviese a torturarle el hombro. La otra maleta ya casi no le pesaba nada, ahora sudaba mucho más. Incluso derramó una emocionada lágrima cuando se encontró entre las añoradas sábanas. Aún así, seguía sintiendo una terrible opresión en su interior. Era incapaz de dormir. Se levantó y fue a mear. Fue una copiosa meada.
Disfrutó felizmente de la íntima sensación de quedarse dormido.
Afuera, lejos, se oían pasear coches solitarios.



Al salir de la ciudad, el cielo parecía volverse más oscuro. La luz eléctrica formaba una cúpula que le rodeaba, pero el automóvil había traspasado su corteza.
El hombre que iba al volante sintió una gran satisfacción al poder contemplar las estrellas. Encendió la radio y buscó algo agradable en el dial, pero todo le pareció un cúmulo de estridencias, así que introdujo la cinta que asomaba de la boca del radio-cassete. La había escuchado miles de veces, porque siempre le daba pereza buscar otra en la guantera.
Tarareaba sin perder nunca de vista la carretera. Algunas canciones se las sabía de memoria; otras, en cambio, prefería acompañarlas imitando el bajo con la voz. A veces no podía evitar seguir los cambios de ritmo con los de marchas y se cabreaba por no tener sino cinco octavas en su motor.
Encendió un cigarrillo y se acomodó un poco mejor en el asiento; estiró los brazos y se imaginó por un momento que viajaba en una veloz nave espacial cargada de lucecitas en su interior. Le encantaba sentir ante el la presencia de luminiscencias verdes del salpicadero, los destellitos multicolores del panel de mandos. De vez en cuando, echaba una ojeadita al retrovisor para comprobar si le seguía algún caza enemigo, o si había dejado atrás a los demás participantes de aquella arriesgada carrera, y hablaba con su invisible copiloto.

- ¿Qué tal vamos de tiempo, Bob? Creo que vamos a ganar esta etapa.

Adelantó a un par de camiones aprovechando una aceleración del ritmo de la música y pisó gas a fondo en una solitaria recta descendente. Apagó el cigarrillo en el sobrecargado cenicero y limpió el vaho del parabrisas con el dorso de la mano. Al fondo, a lo lejos, parpadeaba la luz roja y trémula del piloto trasero de una bicicleta. Cuando sobrepasó al ciclista, contempló durante una milésima su rostro de cansancio y se preguntó a donde iría aquel hombre a esas horas de la noche en su bicicleta e intentó imaginarse el frío de la noche paliado a base de pedaleos. Sintió un escalofrío y subió la ventanilla.
Subió el volumen de la música y se encendió otro cigarrillo.
Sonreía satisfecho por ir caliente en su coche. Se sentía seguro y protegido. Aspiraba bocanadas de humo y apoyaba la mano que sostenía el pitillo en la palanca del cambio. Con la izquierda manejaba suavemente el volante. Al terminar de fumar, solía sujetar el freno de mano y apretaba el botón del muelle con el pulgar como si fuese el disparador de una ametralladora.

-No huyáis, hijos de puta, que os voy a masacrar a todos ¡Shak! ¡Shak! Shak! ¡Bom! ¡Bom! Hostia. Se me escapa uno.

Seguía alejándose de la ciudad tragando kilómetros que calculaba mentalmente cada vez que daba la vuelta a la cassete. Treinta minutos a una media de unos noventa km/h eran unos cuarentaicinco kilómetros por cada cara, y aún les quedaba escuchar la cinta completa un par de veces más.
Una hilera de lucecitas se movía a la izquierda de su horizonte de visión, y, al frente. A unos ochocientos metros, una luz roja subía y bajaba. Iba a coger el paso a nivel cerrado. Se detuvo al llegar a la barrera y volvió a encender otro pitillo mientras veía cómo se acercaba el tren. Cogió un paquete de tabaco y se lo llevó a la altura de la boca.

-Joe, Joe, ¿me recibes? Se está acercando el convoy. Haced estallar la bomba cuando os dé la señal ¡Cambio!

Dejó el paquete en la bandeja del salpicadero y vio cómo aumentaba de tamaño el frente de luces del tren que se acercaba.
Pasó ante él como un desfile de ventanas iluminadas, y jugó a seguir alguna con la mirada para que pareciese que iba más despacio. De una de ellas, asomaba un hombre que intentaba encaramarse al techo del tren, y al elevar los ojos vio la imagen fugaz de otro hombre que corría por encima de unos de los vagones traseros. Contempló perplejo aquella figura hasta que sólo pudo distinguir las luces traseras del tren alejándose.



El viento le tiró el sombrero cuando abrió la ventanilla del compartimento y el frío casi le hizo desistir de su arriesgada persecución. Al pasar frente al paso a nivel se fijó fugazmente en las luces de un automóvil detenido ante la barrera. Se encaramó con temeraria decisión y se agarró con fuerza a una moldura del exterior del vagón.
Evitó mirar hacia las vías que corrían bajo las ruedas (tuvo tiempo de pensar en la expresión "tren de aterrizaje") y trepó con todas sus fuerzas hasta alcanzar el borde del techo del tren. Se contuvo el vértigo y empleó todas sus fuerzas en subirse a aquel coloso rodante rezando por no resbalar. Rezó con todas sus fuerzas.
Cuando se encontró arriba, se tendió boca abajo ensordecido por el viento y el traqueteo de las ruedas sobre los raíles. Sintió ganas de llorar de miedo, pero se armó de coraje y alzó la cabeza para ver hacia dónde había ido aquel tipo-
Hacia la locomotora no había nada. Volvió la cabeza y pudo distinguir la figura tambaleante del hombre al que perseguía. Se dirigía al último vagón. Se armó de valor y se incorporó esforzándose por mantener el equilibrio. Era dificilísimo caminar por allí encima; el viento le hacía correr más de lo que pretendía y la fuerza centrífuga le obligaba a caminar casi a cuatro patas.
De pronto le asaltó un terrible pensamiento: ¿y si el tren se metía en un túnel?. ¡Dios! Eso sí que sería tremendo. Seguramente no sería lo bastante alto como para que un hombre pudiese permanecer de pie en el techo de un vagón, o al menos, eso ocurría siempre en los dibujos animados. Sin embargo, la luna mostraba un paisaje llano y vasto, sin elevación alguna en un muchos kilómetros. Pero ¡que diablos...! Había llegado hasta allí y ahora no iba a retroceder. Tenía que llegar hasta el final y prefería capturar al fugitivo para tener más tiempo antes de plantearse cómo coño iba a salir de allí, porque si subir le había parecido difícil, bajar le parecía imposible y le daba miedo llegar a una estación y que alguien pudiese verle.
No tardó en comprobar que, si se arrastraba como un reptil, era capaz de avanzar muy rápidamente, y comenzó a sentirse mucho más seguro. Además era imposible que aquel hombre fuese más allá de la cola del tren, y si estaba corriendo tanto riesgo era porque huía. ¡Huía! Tenía miedo de él. Él, que no había dudado en seguirlo por el mismísimo tren en movmiento. ¿Qué podía temer entonces? Su corazón latió con un ritmo especial. Se incorporó y casi corrió, sintiéndose fuerte y seguro. Era una bestia despiadada e indestructible que sortearía cualquier obstáculo. Un ágil depredador del que nadie podía escapar y al que nada podía vencer.


Tardó muy poco en llegar al último vagón. Allí, en pie, frente a él, le esperaba el objeto de su persecución. Ambos se miraron sin poder verse los rostros a pesar de la luz de la luna... y el curso de sus vidas cambió de pronto.
Concretamente fue hacia la derecha del tren. La curva era tan pronunciada que ambos personajes cayeron hacia la izquierda, cerca del borde del vagón, y los dos tuvieron que agarrarse con todas sus fuerzas a cualquier protuberancia del fuselaje. El terror se había apoderado de él.
Él, el depredador, ya no era capaz de sentirse intrépido. Era presa del pánico. El tren parecía ir más rápido que nunca y temía salir despedido hacia una muerte segura. Le sacudían los escalofríos del miedo y los del viento cada vez más gélido y deseó estar en su casa tomando un café con leche, viendo la televisión.
De repente, el otro individuo se abalanzó sobre él y lo agarró con fuerza. Él, a su vera, le abrazó para contrarrestar el ataque de forma que ambos se anularon mutuamente, adoptando, eso sí, una posición más segura en el vagón. Después permanecieron abrazados impidiéndose cualquier tipo de agresión y esperando cada uno la reacción del otro, dándose una pausa de descanso sin poder dejar de jadear. Habían estado a punto de matarse, y ahora sólo se tenían mutuamente, sin saber qué hacer.

-¡Creo que me he cagado! – gritó de pronto el fugitivo. La oleada de risas fue incontenible.



El hombre del bigotón gris y las gafas de pasta miraba hacia el techo mientras sus dos ocasionales acompañante de enfrente volvían a bajar la mirada hacia sus lecturas.

Dejó de preguntarse qué era aquel sonido seco y sordo en el techo del vagón y se enfrascó de nuevo en sus pensamientos. Le apetecía llegar a su casa decampo, a su retiro personal. Cada vez que le encargaban un trabajo de este tipo se sentía muy feliz. Era maravilloso dejar un sustituto de sus labores docentes y aislarse para traducir cuidadosamente una obra, aunque le metiesen un poco de prisa, como en esta ocasión. A veces los de la editorial querían adelantar algún lanzamiento, sobre todo si el autor tenía un renombre especial, y aunque el libro acababa de salir al mercado en su país, aquí tenía que salir cuanto antes porque prometía ser un éxito. Y él tenía la responsabilidad de traducir el trabajo de un importante autor. Una responsabilidad que le abrumaba y le enorgullecía a la vez. Por eso necesitaba la tranquilidad absoluta de su casa-retiro. Cuando abandonó el tren hacía un día radiante.
El taxi le dejó junto a la verja de madera y pronto se adentró en sus particulares dominios. Era muy feliz.

Lo primero que iba a hacer era leer el libro antes de efectuar una traducción exhaustiva. Tomaría notas y marcaría algunos pasajes que le obligarían a una mayor atención y esfuerzo.
A veces no era fácil encontrar la equivalencia entre una expresión del idioma original y las posibilidades a las que podía ser traducida. Él era muy meticuloso y gustaba de hacer las cosas bien. No soportaba las pésimas traducciones con las que a menudo se había encontrado en sus múltiples y estudiosas lecturas.
Así que se sentó junto a los ventanales de la galería y se propuso leer el libro de un tirón, pensando a menudo en su contenido, contemplando la cambiante luz del sol en los árboles del jardín, al ritmo del paso de las nubes, que ensayaban la obertura de una tormenta.

El cielo se oscurecía cada vez más, cargando la atmósfera de un ambiente plomizo. La ciudad comenzaba a quedarse desierta porque la radio había anunciado una galerna .



Sólo unas cuantas personas pululaban por las calles. Algunas hacían compras, otras se encaminaban a sus casas, y las restantes se limitaban a pasear porque sí, claro que no eran más que cuatro.
Los dos que iban más adelantados llevaban las manos en los bolsillos y comentaban algo acerca de la posibilidad de hacerse un canuto antes de que el clima tomase tintes espectaculares, precisamente para ensalzarlos, mientras que a unos metros tras ellos, otro muchacho y una chica seguían a sus amigos instintivamente, enfrascados en una conversación aceleradísima sobre las mejores películas serie B que habían visto, especialmente las de catástrofes naturales, dado que la inminente ventolera sugería un atisbo de emoción en aquella tarde gris.
Estaría bien fumarse un porro antes de meterse en casa de alguien a ver el temporal por la ventana, y, si pegaba bien, tal vez molaría quedarse un rato en la calle sintiendo el viento arreciar por entre las esquinas.

Uno de los que iba delante sacó una piedra de costo del bolsillo y partió un cacho con los dientes, mientras el otro, mirándole de reojo, le pasaba un librillo de papel de liar y un cigarro.

-Toma, háztelo tú, que yo ya hice el otro.

-Vale. Pero entonces me haces un filtro. ¿Tienes fuego?

-Sí, toma.

Se detuvo un momento al decirlo, y sacó un encendedor del bolsillo, no sin antes buscar en toda la extensión de todos los demás bolsillos de sus pantalones, de su camisa y de su gabardina. Cuando el otro tuvo el mechero en la mano, comenzó a mirar a su alrededor.

-¿Dónde nos lo hacemos?

-Ahí –dijo su compañero señalando un portal blanco y antiguo.

La pareja que les venía siguiendo cruzó la calle al ver que ellos lo hacían y se reunieron los cuatro en el portal.
El que llevaba el material, llamó al timbre y comenzó a quemar la piedra y a mezclarla con tabaco.

En el muelle, a lo lejos, un barco se meneaba abatido por la cercana tormenta, y, sobre su cubierta, cuatro hombre acarreaban sendas cajas de pescado para descargarlas en el puerto. Desde éste, otro hombre les hacía señas con la mano diciéndoles que eran las últimas. Metieron las cajas en un furgón y, tras cerrarlo de un portazo, entraron en un viejo bar que había al otro lado del paseo marítimo. El hombre que había estado aguardando en el muelle invitó a los otros a unos tragos de aguardiente.

-Esto es bueno para el frío- dijo – hace un tiempo del demonio.

La puerta de la cantina se abrió y entró un hombre con un gabán y sombrero bombín, que llevaba una gaita bajo el brazo. Un gato aprovechó que la puerta se abría para colarse en el caliente interior del bar.

En el exterior, la luz se ocultaba tras el filtro gris del cielo.



No era la primera vez que lo hacía aunque lo cierto es que no era habitual en él. Prefería que este trabajo lo hiciese otro, no sólo por el hecho de estar más capacitado, sino también porque, amén de ser lo más corriente, le hacía disponer de más tiempo para la creación, que era lo que mayor satisfacción le daba. El hecho de que otro tradujera su obra le hacía, en el fondo, sentirse importante. Mucho más que los galardones, menciones y reconocimientos sociales y literarios de toda índole. No podía dejar de fascinarle que todo un colectivo de gentes inmersas en el mundo literario se preocupase por invertir tiempo en los resultados de su trabajo.
Le regocijaba pensar que un renombrado estudioso de su idioma y su cultura añadiese a la suya propia su obra, traduciéndola y acotándola con esmero, para que los pertenecientes a la etnia del ilustre profesor extranjero tuviesen acceso a su trabajo de creación. Incluso experimentaba cierta dosis de vanidad al asumir satisfecho un libro tan interesante de un autor tan reconocido internacionalmente.
Ahora, en sus manos, sostenía un ejemplar de una edición del libro en una lengua que no era la suya; edición que se había agotado pese a ser la tercera. Le emocionaba indescriptiblemente leer la frase “aclamado por la crítica” en un idioma que no era el suyo y que poseía su propio bagaje literario reconocido universalmente.
¡Qué hermosa tarea la del traductor! ¡Qué noble y necesaria labor! No sólo precisa de un gran conocimiento de ambos idiomas y culturas, sino de una sensibilidad artística e intelectual que sepa transferir, en la medida de lo posible, lo que el autor piensa y siente en su idioma al no siempre paralelo universo conceptual de otra lengua extraña, que ha nacido y crecido en otras tierras, otras costumbres, otros paisajes, otra Historia.
Cada palabra constituye un torrente de sensaciones e interpretaciones. Cada libro es un río de palabras. Por eso se pasó media hora pensando en lo acertada que había sido la traducción del título de su novela. Ni siquiera tenía el mismo número de vocablos y, sin embargo, decía exactamente lo mismo. Le parecía maravilloso.
Leyó el preámbulo del traductor y se sintió halagado. No cabía duda de que era un gran hombre de letras. Estaba muy emocionado. Se acordaba de los duros comienzos, de la incomprensión, el arduo esfuerzo, a base de afán de superación. La llegada del éxito se resumía en trescientos gramos de cartón, papel y tinta facturados en otro país.
Leyó el primer capítulo con fruición, como si se tratase de la nueva obra de su autor favorito, casi admirándose a sí mismo. El segundo le parecía más bonito que cuando lo escribió, y lo mismo le ocurrió con el tercero y el cuarto.



Al llegar al quinto sintió lo mismo, pero de otra forma. No es que le pareciese mejor a causa de la emoción, no. Es que ERA mejor.
Lo releyó un tanto preocupado. No cabía duda: estaba mucho mejor resuelto estilísticamente. Era algo difícil de explicar, en la medida que no sabría en qué idioma explicarlo, y necesitaría explicárselo a alguien que, como él mismo, o su ilustre traductor, dominase con tal sutileza ambas lenguas. Ni siquiera se sentía indignado, pero sí francamente sorprendido, porque tenía que reconocer que lo que él había dicho estaba fielmente reproducido, aunque nunca había imaginado que hubiese un idioma que, sabiamente utilizado, pudiese añadirle unas cinco o seis lecturas más a sus palabras. Tanto era así, que el séptimo capítulo llegó al extremo de sorprenderle y el octavo era sencillamente asombroso.
Sus manos temblaban al pasar las páginas. Su libro seguía allí, pero un extraño milagro había añadido muchos más libros fascinantes perfectamente superpuestos. Continuó la lectura ininterrumpidamente. No podía cerrarlo sin haberlo terminado. ¡Y era su propio libro!

A partir del duodécimo capítulo empezó a notar que los personajes se teñían de una sutil ambigüedad a través de una narración cargada de ingeniosísimos sinónimos inexistentes en la lengua original de la novela. Comenzaba a pensar que sufría una extraña alucinación, pero no. Aquello era real. Estaba impreso. Si lo releía, la alucinación se le repetía.
El capítulo decimonono le sorprendió todavía más que los anteriores: el final era distinto. No. No era una cuestión de traducción o de múltiple lectura. No. Era distinto. Ocurría algo diferente. ¡No era igual! ¡Era otro! Y la resolución ¡oh, señor! La resolución era inmejorable, puesto que, una vez leída, le parecía a uno necesaria sin dejar de ser sorprendente. No podía dar crédito a lo que estaba leyendo: era magnífico.
En cuanto al vigésimo y último capítulo, redondeaba la obra a la perfección, era sublime… ¡y no tenía casi nada que ver con el capítulo veinte que él había escrito! Estaban alterados los acontecimientos, las implicaciones de los personajes ¡todo! ¡ y era mucho mejor! De hecho, era el mejor libro que había leído nunca.
Lo cerró y lo dejó en una repisa. Se puso en pie subiéndose los pantalones y tiró de la cadena. Salió del cuarto de baño sintiéndose cómplice en el crimen perfecto.

-“Tal vez escriba un libro”- pensó.

El sonido de la cisterna quedó oculto por el de un trueno tormentoso que llegó del exterior.

Aquel tío de barba estaba pintando la entrada de su casa. Estaba pringado de pintura blanca y las paredes del recibidor le habían quedado bastante bién.
Estaba dando brochazos en el interior de la puerta cuando sonó el timbre y la abrió inmediatamente.

-Hola – dijo.

-Hola, ¡ qué hay!. Venimos a invitarte a un porro –dijo su interlocutor, y éste y sus tres acompañantes entraron en la casa.

-Me pilláis en pleno curro – dijo el barbudo- estoy pintando la puerta.

-¡Ah! ¡Si! Qué guay te está quedando.

-¿verdad? Pues ya veis, estoy superliado.

-Bueno, si est´s muy liado...si quieres, venimos en otro momento.

-Hombre. Casi mejor...sí.

-Vale, pues nos vemos en otro momento.

-Vale, nos vemos.

-Taluego.

-Chao.

Fue en este instante, antes de volverse hacia la puerta, cuando los cuatro amigos, uno de ellos terminando de hacerse el peta, vieron a la mujer del barbas, con su hijo pequeño en brazos, mirándolos absolutamente perpleja. Dieron media vuelta y se dirigieron a la puerta. Todavía se oyó algún “hasta luego” antes de que los cuatro colegas se diesen cuenta de que ninguno de ellos conocía a aquel tipo de nada y estallaron en una risa irreprimible nada más cruzar la puerta.
Al salir de nuevo a la calle, las carcajadas de los cuatro amigos resonaron con la reververación que se produce en una ciudad vacía. Sólo el creciente viento ululaba levemente por entre las esquinas del barrio, un cielo plomizo amenazaba con una terrible tormenta.
Se fueron a sus casas por separado, y a los que vivían más lejos llegaron a alcanzarles las primeras gotas de lluvia, que a lo largo de toda la tarde se fueron convirtiendo en un torrencial diluvio.
La señora que contemplaba la tormenta desde su ventana fumaba el tercer cigarrillo consecutivo antes de cerrar nerviosamente los paneles de cristal. Bajó la persiana temiendo que aquel maldito viento arreciase, y se sentó delante de la televisión, intentando ocultarse a sí misma el miedo que le crecía dentro.
Ya había pasado los cincuenta y todavía le asustaban los truenos como cuando era niña. Todavía recordaba el pánico que había pasado por culpa de una tormenta que le había pillado de camino a su casa cuando sólo tenía catorce años. Casi dos kilómetros corriendo bajo unos infernales relámpagos campo a través. ¿Cómo se llamaba aquel niño? ¡Bah! No podía ni recordarlo. La había llevado en su bicicleta más allá de los campos de maíz de sus padres y le dijo todo lo que un hombre y una mujer podían hacer. ¡Qué horror! Aquel maldito mocoso sacándose el rabo de la bragueta diciéndole que se quitase las bragas. Ella estaba convencida de que le iba a doler. Sintió asco y miedo. Por eso salió corriendo. Fue horrible: el cansancio, el miedo, el frío, el viento, la lluvia, los truenos y la noche que se le echaba encima. Todavía podía sentir ese miedo.


Intentó borrar aquellos horribles pensamientos y concentrarse en la interesante entrevista del canal cuatro, pero aquellos interlocutores parecían excesivamente distantes. En el canal seis vio la imagen fugaz de un locutor deportivo y en el canal nueve encontró una reconfortante historia de amor. Subió el volumen del receptor para no oír la lluvia que se desintegraba contra las persianas y se encogió de nuevo en su confortable sillón.
Hizo todo lo posible por ignorar el rumor de los truenos lejanos y los escupitajos del viento en la fachada del edificio.
Lo único que la consolaba eran las imágenes de aquella historia que le contaba su televisor. Se entretenía intentando descifrar lo que había ocurrido en el trozo de película que se había perdido.
Era evidente que la chica apenas conocía al chico, y que huía,.tímida, de sus acosos y galanterías.

-Qué boba eres, hija, con lo guapo que está con su uniforme.

Subió el termostato de la estufa y se encendió un cigarro. En la pantalla, un escuadrón de bombarderos dejaban caer su arsenal sobre la ciudad, mientras que la chica perdía su timidez y el chico se mostraba todavía más guapo sin uniforme.
La señora, mientras tanto, arrebujada entre los orejones del sillón, se empezaba a sentir un poco violenta con aquella escena. Menudas películas ponen en el canal nueve. La chica se estaba dejando desnudar por aquel hombre mientras su ciudad era bombardeada. Se iba a levantar para cambiar el canal cuando sonó un trueno estrepitosísimo que la devolvió de golpe a su asiento. Así que, intentando dominar su pánico, volvió a sumergirse en la película: La ciudad estaba siendo bombardeada y aquel apuesto oficial terminaba de sacarle el sujetador a la estrella del film.

-Vaya, no las tiene tan grandes como parece.

La señora contempló sus propias tetas y se desabrochó la bata para verlas mejor. Eran muy grandes y pensó que aquel soldado se olvidaría fácilmente de su coprotagonista si se le presentasen dos tetas así en aquel momento. Pero era evidente que aquellos dos mozalbetes no se distraían ni con las bombas que estallaban en el exterior. Tal vez lo único que querían era olvidar el miedo al bombardeo, entreteniéndose con su juego amoroso.
Fue en ese momento cuando sonó el timbre del portal. La señora dio un respingo y se incorporó en su butaca. Continuó con la mirada fija en el televisor y se dijo que no pensaba levantarse a abrir. El timbre volvió a sonar, pero ella se recostó de nuevo en el diván. De pronto, el televisor emitió un sonido similar al del granizo sobre un techo de zinc y la imagen se convirtió en una merienda de puntos blancos y negros. Aquella maldita tormenta se había cargado la programación.
La señora hurgó en los mandos del aparato buscando algun canal sano pero fue inútil.
Un nuevo timbrazo la distrajo de su tarea.

-¿Quién podrá ser, con esta tormenta?

Apagó el televisor y comprobó que la voz del temporal se hacía cada vez más ronca en el exterior. Parecía casi un huracán. Sintió un miedo atroz.
Cuando sonó el quinto timbrazo, corrió hacia el recibidor y cogió el telefonillo.

-¿Quién es?

-Su vecino. He perdido la llave; ábrame por favor.

Apretó el botón y escuchó por el interfono hasta que oyó cerrarse el portal. Colgó el aparato y volvió junto al televisor con la esperanza de que hubiese recobrado la imagen, pero, cuando lo encendió, los puntitos blanquinegros, seguían merendando. En el exterior, la lluvia seguía ensañándose con fuerza, y el viento y los truenos la alentaban con sus horribles gritos de complicidad. La pobre señora no podía soportar aquella angustia. Ni siquiera pudo contener un gritito de susto cuando oyó el timbre de la puerta irrumpiendo de súbito. Corrió nerviosamente a abrirla no sin antes echarle un vistazo a la mirilla, que le mostró al vecino de enfrente, un joven estudiante de derecho deformado grotescamente por el ojo de pez, chorreando toda el agua que había recogido esperando a que le abriesen el portal.

-Pero, pobre muchacho ¿ Qué le ha pasado?

-Me ha pillado el temporal, y he perdido la llave del portal y de mi casa. ¿Le importa si entro a secarme?

-Por supuesto que no, pase usted.

-Gracias.

-Precisamente estaba viendo la película, pero, ya ve usted. No se ve la tele. Debe haber volado la antena con la tormentita.

-¿Quiere un cafetito con leche caliente? Seguro que le viene bien.

-Hombre, sí, gracias. Me podría venir bien. Estoy calado hasta los huesos. Claro. Sería estupendo.

La señora creyó ver un gesto de extrañeza en la cara del joven, como si tuviese algo de raro que le ofrezcan a uno un café caliente después de ser semiahogado por la furia de los elementos.

-Pues claro que le vendrá bien hombre. Y deje esa gabardina al lado de la estufa, que está chorreando.

-Sí, sí. Claro.

El muchacho seguía con la misma expresión de asombro. Pero ¿qué le pasaba a este chico? Tenía casi casi cara de estúpido. Parecía que encontrase raro que una se preocupase por los demás. A esta juventud no hay quién la entienda. Como si los mayores no supiesen hacer favores a los demás. Seguro que a él ni se le hubiese ocurrido ofrecerle a alguien un café con leche. ¡Señor, Señor! Era evidente que el pobre chico era tímido, porque cuando no la miraba con cara de imbécil, apartaba los ojos hacia la estufa o hacia el televisor, que ofrecía tanto espectáculo como la estufa.

-Ande hombre. Sáquese esa ropa tan mojada, que le voy a preparar un café calentito y a traerle una toalla seca.

¡Señor, Señor! ¿Pues no le habría alcanzado un rayo al chico éste que la seguía mirando con cara de alucinado? Seguro que se había fumado un porro, o algo así. Si es que estos jóvenes están atontaos.
Puso a calentar la leche en el fogón y encendió la cafetera eléctrica. Después, buscó una toalla en el armario empotrado del pasillo y se la llevó al chico, que tiritaba desnudo junto a la estufa.
(¿Pues no se ha sacado todo, el muy desvergonzado?)
La señora intentó dominar el rubor y le dio la toalla con la mejor sonrisa que pudo. El muchacho comenzó a secarse con auténtico frenesí, resoplando de frío y temblequeando.

-Esteee… ¿ no cree que le vendría bien un baño caliente?

-Hombre, pueeesss
Aquel tío seguía mirándola como a un extraterrestre.

-Claro que si, hombre. No sea bobo. Quédese junto a la estufita

-Mu-muchas gracias.

(¡Señor, Señor! Estos jóvenes están locos. Le miraban a uno con cara de flipados por ser amable con ellos y en cambio no se cortan un pelo en despelotarse en la salita de una como si nada.)

La señora recogió las ropas mojadas del chico y no pudo evitar contemplar cómo el calor de la estufa conseguía efectos asombrosos en algunas partes clave del cuerpo de éste. Salió rápidamente hacia la cocina a dejar las prendas sobre la lavadora y entró tan nerviosa en el baño que no encontraba el interruptor de la luz. Cuando al fin dio con él, se encamino a la bañera para abrir el grifo y se vio en el espejo.

¡Señor, Señor!

Llevaba la bata desabrochada y sus dos enormes tetas iluminaban el baño con su blancura.



Hacía un buen rato que llovía sin parar. El patio comenzaba a ser un gran charco y aquello tenía todo el aspecto de durar.
El frío y la humedad eran un tormento, pero los relámpagos eran lo peor. El pobre sentía un respeto ancestral por los fenómenos de la naturaleza. No se lo podía explicar, y en noches como ésta parecían lo más amenazador con lo que podía enfrentarse. Y sin embargo él tenía que permanecer allí, en su sitio, por inhóspito que éste fuese, porque no podía alterar el orden de las cosas, porque en este mundo, mientras unos se resguardan bajo un techo y se calientan junto a una chimenea, otros, como él, tienen que aceptar la cruda realidad sin rechistar. Y es que si han decidido que tu rango es inferior, tienes que joderte y pasar frío, y ver llover, y acojonarte con los rayos y truenos dentro de una maldita caseta que apenas tiene sitio para tí mismo.
Lo cierto es que lo pasaba fatal cada vez que se ponía a llover con tal intensidad, pero incluso en noches así tenía que cumplir su papel de guardián. Estaba allí para dar la alarma si aparecía cualquier intruso. Él no lo había escogido. Se lo habían impuesto. Era una orden y había aprendido a obedecer órdenes, tanto si diluviaba como si no. Estaba de guardia y tenía que acatarlo, pero lo cierto es que hacía tiempo que no pasaba tanto frío ni le asustaba tanto una tormenta. Además, aquella vieja garita no hacía más que filtrar el agua por el techo, y tenía que arrinconarse en una esquina para no mojarse. No era grato estar de guardia aquella noche. No lo compensaba el plato de comida que le darían al día siguiente.
¿Qué se supone que hacía allí? Pues eso: proteger a sus superiores. ¡Que absurdo! Resulta que él era inferior. ¡Vaya! Tenía que dar aviso de cualquiera que se acercase al recinto. Nunca pasaba nada, pero tenía que estar allí. Se lo habían ordenado. Se lo habían impuesto. Otra noche aceptando su condición. Los truenos le daban miedo. Los relámpagos le aterraban y el frío lo entumecía. Y no paraba de llover. Ni siquiera se podía dormir con aquel estruendo de agua y descargas eléctricas. Llovía tanto que el agua parecía tener un palmo más de profundidad a cada instante.
Y así era. Aquel patio se estaba convirtiendo en una piscina por momentos y el frío no era ya lo único que le hacía temblar. Tenía miedo.
El nivel del agua no paraba de subir a una velocidad asombrosa y el empezaba a temer ahogarse allí mismo. La caseta se estaba inundando y el ímpetu de la lluvia era cada vez más atroz.
No podía quedarse allí esperando a que el agua le llegase al cuello. Tenía que salir. Tenía que huir abandonando su puesto o pedir ayuda con toda la potencia de su voz. Sin embargo, ésta era un ruidillo insignificante en medio de aquel estruendo de agua y truenos.
Intentó salir de allí nadando, pero era imposible. El viento y el agua lo azotaban sin piedad. Cuando el nivel del agua fue mayor que la longitud de su cadena, ladró por última vez y se ahogó.


Con tanta agua y tanto trueno, no se oía nada bajo el viento.




Aquel trueno había sido más estridente que todos los demás.

Casi se había olvidado del miedo que le daban. Era horrible.¡Señor, Señor! Pero ¿en qué estaba pensando? Si todavía le colgaban las tetas fuera de la bata. Con razón le miraba su vecino con aquella cara tan rara. Por Dios, qué vergüenza. Y aquel chico no le había dicho nada. Claro. El muy guarrondote tan a gusto que estaba viéndole las peras, que aún estaban de buen ver. Muchas quisieran tenerlas tan grandes y redondas, a su edad. La verdad es que las tenía muy bonitas.
Se abotonó la bata con tal rapidez, que incluso se pellizcó los enormes pechos, haciéndose daño con las prisas; pero ¡un momento! ¿Qué estaba haciendo? Aquel chaval iba a darse cuenta de la situación y ella se iba a morir de corte. Hasta ahora no había dicho nada ¿no? Ella podía estar en su casa como quisiera ¿no?
Seguro que la había considerado una mujer moderna y sin prejuicios. Los jóvenes de ahora no se fijan en esas cosas. Al fin y al cabo, él mismo se había desnudado en la salita sin recato alguno, menudo aparato tenía el chaval. Cómo se le hinchaba al calor de la estufa.
Nada, nada. Volvió a sacarse las mamas como si tal cosa y abrió el grifo del agua caliente del baño. Se arregló un poco ante el espejo y sacó con orgullo sus pechugas al pasillo. Entró en la cocina, y al rato salió con un café con leche calentito.

-Aquí tiene usted el café, joven. Mire que es usted despistado. ¿Cómo ha podido perder las llaves?

-Pues no lo sé. Las tenía en el bolsillo. No sé cómo ha podido ocurrir.

-Nada. No se preocupe. Tómese usted el café, que ya verá qué bien le sienta. Luego se da un bañito caliente y se queda como nuevo.

-Es usted muy amable, señora.

-No hay de qué.

El muchacho, envuelto en la toalla, sorbía el café un poco más acostumbrado a la presencia de aquellas enormes tetas rodando por la habitación. Ya casi no tenía frío y se sentía extrañamente a gusto.

-Cuando quiera puede pasar al baño.

-Gracias, muchas gracias.

La señora siguió buscando inútilmente un canal que funcionase en la televisión, mientras oía el chapoteo que indicaba que el joven estaba metido en la bañera. Incluso tuvo la tentación de espiarle por la rendija de la puerta, pero un repentino pudor mezclado con una sensación de miedo extraño la mantuvo hurgando en la televisión.
Mientras el muchacho se daba el baño caliente más memorable de su vida, el cielo seguía castigando iracundo la ciudad. Podría decirse que la tormenta estaba sobre las cabezas de nuestros personajes, que las nubes se estaban cagando en ellos. De hecho, terribles ventosidades azotaban el edificio y astronómicos voltajes producían espantosos chispazos que sonaban como la rotura de enormes navíos contra flotantes hielos imaginarios.
El estruendo era tan infernal que la pobre señora no quería pensar en otra cosa que no fuese la absurda situación en la que su rutinario hogar se veía hoy sumido: tenía a un mozo en su bañera y se paseaba en tetas en su presencia. Por fortuna era un cuadro lo suficientemente fuerte como para distraerla del terrorífico temporal que rugía más allá del techo destrozándole los nervios, y ambos hechos eran excesivos como para ser digeridos simultáneamente. Sin embargo, el desatino climatológico cobraba tales dimensiones que ya no sabía qué hacer para pensar en otra cosa. Presa del pánico, se despojó la bata y empezó a pasearse desnuda por la habitación, haciendo incursiones en la cocina, pasando por delante de la puerta abierta del baño. Cada vez que oía crujir una persiana, el nerviosismo la hacía cometer mayores sandeces, como sembrar el suelo de cerillas, o intentar ponerse a preparar su postre favorito.
Al fin, un impresionante trueno le provocó un cruce de cables definitivo. Salió corriendo hacia el baño y se metió en la bañera con el perplejo muchacho, que vio como un porro apenas empezado naufragaba bajo aquel inesperado cetáceo que le abrazaba entre convulsiones histéricas.

-¡Hazme el amor, capitán! Olvidémonos de la guerra que estalla allí fuera.

-Señora, tranquila ¡calma! Que no pasa nada.

Acto seguido, intentó tranquilizar aquel pedazo de carne que tenía encima, sacudiendo oleadas de agua jabonosa por toda la casa. La buena señora se concentraba en sentir aquel miembro que la penetraba con salvajes embestidas y dejó de pensar por completo en los rayos y las centellas.
Hay que decir que el valiente joven, en un heroico esfuerzo, consiguió remontarse sobre la señora para evitar ahogarse, a la vez que la follaba y la tranquilizaba a hostias, hasta que, extenuado, dio su última viril embestida y sufrió un fallo cardíaco. La buena señora no tardó ni diez minutos en darse cuenta que estaba tirándose un cadáver en la bañera.
La impresión, claro está, era tan terrible que ya ni se acordaba de que hubiese llovido. Aquel pobre chico se había muerto.
No pudo reprimir las lágrimas y lo abrazó dándole palmaditas en la espalda, llorando desconsoladamente. ¡Qué tragedia! ¡En su propia casa!
Lloró, lloró y lloró, muerta de miedo y desolación. Cuando al fin se serenó y fue consciente de la situación, comenzó a chillar como una posesa, arrancando la cortina estampada de flores amarillas, a juego con el tocador que, precisamente, arrastró en su caída. Súbitamente, sintió un terrible escalofrío: tenía un muerto encima, dentro de ella.

AAAHHRRGHH!!!
qué asco.

Aquello era un problema grave. La impresión le había contraído las entrañas, había estremecido todo su ser castigando su alma y su cuerpo hasta extremos inverosímiles y no se podía sacar aquel tipo del coño.

Nadie sabe bien cómo, pero al cabo de unas horas, consiguió avisar a la policía.

Cuando todo terminó y aquellos fornidos maderos le hubieron desatascado el baño, la señora pensó para sus adentros:

“ La cara que va a poner mi hermana cuando se lo cuente”



Al día siguiente, los viandantes esquivaban multitud de escombros en una ciudad desordenada y limpia. Otras tormentas volverían.


Habían pasado unos días tras la tormenta en aquella ciudad.

La tormenta siguió su camino hacia otras ciudades. Había una de ellas, a la cual no había llegado todavía la bajada de presión atmosférica, que mantenía en su interior, a través de bronquios de varias manzanas de longitud, una corriente de brisas cálidas y electrostáticamente cargadas (positiva i negativa, pero electrostáticamente).
Yo estaba pensando en las consecuencias de esta atmósfera eléctrica que liberaba tu corazón par luchar contra un miedo tan opresivo, así que dejé de escribir mis desplazamientos de cámara y salí a la calle pensando que habían llegado posiblemente a su fin.
Me puse las gafas negras y me peiné con los dedos, palpé las llaves de mi bolsillo y apagué la luz del pasillo tras de mi. Bajé corriendo las escaleras y salí a la calle de piedra vieja y caliente que me sonreía en rojo y gris. Avancé por ella hasta el cruce con la calle que desemboca en la principal y oí aquella música resignadamente optimista de una banda de instrumentos de viento.
Ante mí desfilaron más de cien muchachas orientales, japonesas, filipinas, chinas… o algo así. Eran amarillas con minifaldas amarillas que lucían sus amarillas piernas. Sus gorritos amarillos avanzaban al compás en procesión empequeñeciéndose al final de la calle. Sus dorados instrumentos de metal daban luz y sonaban a la vez; y sonaban tan bien que pensé que estos orientales son la hostia, y que si la YAMAHA fabrica saxofones y trompetas, también fabrica saxofonistas y trompetistas que interpreten rapsodias en amarillo con los saxofones y las trompetas made by YAMAHA. Dudo que Miles Davis sepa que exista un músico importantísimo llamado Sikito Manontropo, ni yo lo sé, pero la visión panorámica de los ojos oblicuos alcanza al maestro Rodrigo y a Cecil Payne.
La banda se alejó hacia el fondo de la calle y yo me fui en dirección contraria. En dirección transversal pasó aquella negra voluptuosa que en vez de pulseras llevaba en cada muñeca un individuo de traje gris con camisa rosa que comentaban entre si:

-¿No es lo que yo te digo?

-Coño, claro. Es el mejor local de la ciudad.

Parecían las frases de un figurante en una película.

Compré tabaco en el quiosco y volví a casa para seguir escribiendo.
En mi habitación se mezclaban los ecos de las radios vecinas, de la mía y de la banda de majorettes amarillas.

El locutor, por la radio, comentaba la calidad del último disco de Van Morrison a gritos, para que su voz no fuese ahogada por la del locutor de la radio del vecino.
Cuando se agotó la discografía de Van Morrison más reciente encendió un cigarrillo y preparó a la audiencia para un monográfico con los discos anteriores. Aprovechó la pausa de público para ir a mear y tirarle el tejo a la recepcionistachicadelosrecados de la emisora antes de ponerse a revolver la discoteca en busca del “Happy cleanin' windows”. Ya no estaba seguro si estaba en el “Beautiful Visions” o en el anterior.

-¡Joder! ¿Dónde hostia lo he puesto?

Un tipo de gafas, al otro lado del cristal, sostenía con una mano unos auriculares pegados a la oreja mientras que la otra le hacía señas y le indicaban un inminente cambio de color de la luz de la cabina. Agarró el primer disco que se le puso a tiento y lo sacó de la funda mientras se abalanzaba sobre el micro. Miró a la lucecita y vio que acababa de entrar en antena. No tenía tiempo de ver lo que iba a sonar y decidió restarle importancia al hecho de introducir un tema que no tuviese nada que ver con el que iba a ser reproducido.

- Lo prometido es deuda -le dijo al micro mientras ponía el disco en el plato- así que vamos a seguir recordando piezas gloriosas de un señor que ha sido importante en un tiempo con su música y que sigue siendo importante en el presente… con su música también. Claro que sí, je, je: Van Morrison y su tema “ Ain japi cliningüindous” de su álbum “ Nou guru, nou metod, nou tícher”. Alzó su brazo para bajarlo de nuevo y que le anularan el micro antes de carraspear nerviosamente. Dejó correr el tocadiscos y se apoyó en el respaldo de su asiento para ajustar cómodamente el volumen de sus auriculares.
El ascensor que colgaba en el exterior del edificio del Banco había estado subiendo a golpecitos, dejando tras de si un rastro de vidrio brillante, como la baba especular de un caracol mecánico.
Subió un poco más cuando uno de sus dos ocupantes dijo casi a voz en grito:



-“Número treintaiséis,” prácticamente al mismo tiempo que sonó el chasquido que precedía al zumbido del motor elevador, que detuvo el aparato y sus dos ocupantes ante la ventana número treintaisiete.
Pese al ruido del viento, de los cientos de coches y de la banda musical de majorettes asiáticas que circulaba a treinta metros, en el suelo, el pequeño transistor de uno de los limpliacristales ponía la banda sonora de las escenas que transcurrían tras aquellos cristales alegres ventanales.
Esa tarde llevaban un ritmo impresionante con las escobillas de goma, y los dos hombres meneaban sus danzarinas caderas a la vez que enjabonaban o escurrían agua al ritmo de la canción que sonaba en la radio:

-“That’s my life! I’m happy cleanin’windows! … cleanin’windows!” “Number thirty-eight!”

-Tío a ver si paras.

-¿Qué coño pasa?

-¡Nada, hostia! Que estás meneando el columpio éste y nos vamos a comer la cruz de la farmacia.


-¡Qué va! No soy yo. Tú también estabas bailando, y además se está levantando un poco de viento.
-¿Qué?

-¡Digo que es que hace un poco de viento!

-¿Qué dices que estás haciendo?

-¡No! ¡¡ Qué hace la hostia de viento!!

-¡¿Qué?!

-¡¡¡Qué hay tormenta, joder!!!
El viento venía del sur, y no era ésta la primera ciudad que conocía, pues había visitado más de cinco. Como había entrado por el acceso sur de la autopista, aquel tío del coche ni se había enterado del mal tiempo, porque él estaba utilizando el acceso Norte, sobrecargado de vehículos que a esa hora solían circular en ambas direcciones. Escuchaba por enésima vez la cinta esa que siempre llevaba en la guantera y daba palmaditas al volante al ritmo de la música, haciendo alguna que otra memez ocasional para hacerse gracia a sí mismo y no aburrirse:

-“¡Aquí 007! ¡Cambio!”- Le dijo al paquete de Malboro- “¡Atención, central: ¿me recibes? No puedo estar en el punto “P” a la hora “H” porque hay un follón “F” intransitable. Lo siento Joe, ya sé que te hacía ilusión ese microfilm. ¡Oye, mamón! ¿no sabes para qué coño han hecho los intermitentes! ¡La tuya, pringao!”
Al pasar por encima de la vía del tren echó una rápida ojeada sobre el que estaba pasando, por si acaso había alguien subido encima, o algo así, ya que el tráfico se había detenido en el puente.
Mientras tanto, el viento que entraba por el sur de la ciudad, arrastraba tras de sí una carga de agua con la que no sabía qué hacer, así que decidió ir soltándola por allí mismo.
La gente, claro está, empezó a moverse por las calles con más prisa, y se metió en las cafeterías, o en los grandes almacenes, en los soportales, bajo los toldos o en sus casas.




Un transeúnte que corría con un maletín, entró apresuradamente en un banco dando un traspiés y solicitó ver al director, diciendo que era para algo muy importante. Su gabardina y sus zapatos mojados dejaban un rastro de agua tras él.
El director de aquella sucursal era un hombre tranquilo y amable. Transpiraba una especie de paz interior que le proporcionaba la simple satisfacción de haber llegado donde había llegado. Se sentía feliz en su cómodo y ordenado despacho y le encantaba darle recados a su secretaria por el interfono tanto como que se los diese ella. Se sentía importante y a la vez orgulloso de que no se le hubiesen subido los humos por su cargo.
Cuando sonó el zumbido del aparatito que presidía su mesa, apretó una tecla y utilizó esa voz autoritaria y gentil que tenía tan bien ensayada:

-Diga, señorita- (La había aprendido de los anuncios de lavadoras)

-Señor director, hay un caballero que desea verle. Dice que es algo importante.

-Muy bien. Hágalo pasar dentro de quince minutos.
Ahora sí que le había salido perfecta aquella voz. Era una voz entre socarrona y respetable, profunda y algo rasposa, como la voz de los doblajes que le hacían a Richard Harris o a Paul Newman. También la había oído tras los labios de Marlon Brando y Dirk Bogarde. Una voz así podía ser la clave del éxito para cualquiera, y se había dado cuenta de ello una mañana que se levantó un poco afónico. Experimentaba un estremecimiento de inmenso poderío interior cuando conseguía matizar aquel sonido con su laringe. Le daba esa autoridad imprescindible para hacer esperar a alguien quince sistemáticos minutos, que formaban parte de su protocolo particular.
Era el cuarto de hora que necesitaba para carraspear un poco y preparar el tono idóneo en sus cuerdas vocales, así que, cuando entró aquel hombre, tenía la garganta magistralmente afinada.

-Buenos días- dijo casi sin esfuerzo con la media sonrisa que le había copiado a Rock Hudson.

-Buenos días- contestó el recién llegado sosteniendo una gabardina empapada en su brazo izquierdo.

-Parece que llueve ahí fuera- dijo el director.

-Si, Se ha vuelto loco el tiempo.

-Bien. Usted dirá qué se le ofrece.
Al decir esto hizo un gesto con el brazo para que el otro tomase asiento y acto seguido le ofreció un cigarrillo de una pitillera de oro.

-Gracias.

-No hay de qué.
Cuando el hombre mojado hubo encendido su cigarro se acopló en el asiento y puso sobre las rodillas el maletín que colgaba de su mano derecha. Carraspeó un poco y comenzó a hablar.

-Es usted muy amable por dedicarme su tiempo. Como verá dentro de un momento, el asunto que me trae aquí es muy importante.

-Ya lo veo. Ni la lluvia ha podido detenerle.

-Ni la lluvia ni la policía.
Se hizo un silencio y los dos hombres se separaron el uno del otro por dos densas nubes de humo.

-¿La policía?- preguntó el director con una estudiada sonrisa.

-Sí. No puede usted imaginar lo insistentes que pueden llegar a ser.

-Oh, bueno. Lo supongo

-Aunque no se lo crea, han llegado a perseguirme hasta el mismísimo techo del tren donde viajaba.

-¡No!

-Sí. Le aseguro que algunos agentes poseen una extraordinaria osadía. Afortunadamente conseguí despistarlo en la estación.

-Menos mal.

-¿Verdad? Pero no vea lo destrozado que se queda uno después de toda una noche en el techo de un tren. Estoy agotado, me duele todo el cuerpo, me he resfriado y he quedado ronco.

-Sí, sí. Ya lo he notado.

Claro que sí lo había notado. Había algo en aquel hombre que le había inquietado desde que había cruzado la puerta: su voz.
Tenía la voz seca y rasposa, sustentada por una serie de matices bajos, muy bajos: profundos. Empezaba a temer algo terrible, pero no podía pensar en otra cosa que no fuese controlar los temblores de su propia voz, ya que si perdía el control sobre ella, perdía el control sobre sí mismo y sobre su interlocutor.

-Perdone- dijo en tono curioso y despreocupado – pero no acabo de ver la relación entre lo que le ha pasado y lo que le trae aquí.

-Ah, claro, disculpe- dijo la ronca voz- Se trata de algo muy sencillo. He venido a atracar este banco. Usted comprenderá. Ando muy mal de dinero y es un follón esquivar a la poli cuando hay que pagar los desplazamientos.

-Me temo que no será posible.

-Se equivoca- aquél tío estaba sacando una pistola enorme del interior de su maletín. – He llegado al punto de la desesperación y usted va a mandar que le suban la cantidad de billetes pequeños que yo le diga.

-No crea que me va a impresionar con un revólver.

-No se trata de impresionarle, sino de dispararle (la voz era más ronca y convincente que nunca).

-Lo único que ganaría sería que le detuviesen inmediatamente -alegó el director con un timbre seguro y envolvente.

-No lo crea. Se sorprendería de las situaciones críticas que he conseguido superar a lo largo de mi vida.

-No lo dudo, pero si quiere que le diga mi opinión… - su alegato quedó inmediatamente interrumpido por un inesperado y estridente gallo: su voz le había traicionado. Se produjo un silencio y el hombre del revólver sonrió:

-Si aprecia en algo su vida hará todo lo que yo le diga.
Esta vez la voz de aquel tipo llenó por completo la estancia.
Era una voz segura, dura y arrogante. La modulaba como si cantase un “blues” cargado de ironía.

-¡Pero usted no puede…! – el pobre director era incapaz de continuar porque los nervios le habían destemplado la garganta, cuyo sonido desgañitado y agudo carecía de poder ante los gruñidos que surgían tras el revólver del fulano que tenía al otro lado de la mesa, cada vez mas congestionado por un catarro impío.

-No crea que voy a dar un gran golpe -masculló- No soy ningún estúpido. Sólo necesito algo para continuar mi camino, así que llame a quien tenga que llamar y pida que le hagan efectiva una cantidad de digamos… trescientas mil en billetes usados y pequeños. ¿De acuerdo?

-De acuerdo- gimió el banquero.

Cuando paró de llover, el viento hizo lo mismo, y los dos limpiaventans decidieron que no era oportuno seguir allí encaramados. Por mucho que el oficio le quite a uno el vértigo, un balancín móvil a cuarenta metros del suelo resulta de lo más incómodo e inquietante. Sin embargo, por más que accionaran aquella maldita palanca, el motor de la grúa no funcionó sino a pequeños intervalos. Se habían quedado atascados en el piso veintiséis.

-¡Mierda! ¡Encima de quedarnos atascados, ésto!

-¿El qué?

-Que el temporal va a enguarrar las ventanas que ya habíamos limpiado.

-Santo cielo. Es verdad.

Abajo, en el suelo, un hombre joven cruzaba la calle y se metía en el banco. El viento le daba a la población una pequeña tregua.

-Hola -le dijo el joven a la recepcionista del banco- ¿está mi hermano arriba?

-Sí, pero creo que está reunido con un caballero. Un inversor, o algo así. Si quiere puede esperar arriba.

-Está bien. Subiré y le preguntaré a su secretaria.

-Como quiera.

-Gracias.

-De nada.
La sonrisa de la chica había sido tan encantadora que el joven se ruborizó. No era tan maravillosa como la muchacha de la confitería, pero se la recodaba en algo. De hecho, tal vez fuese más guapa, aunque no se podía comparar aquel pestazo a Chanel con el dulce aroma a canela de la lozana confitera. Lo trágico de la cuestión era que le revolvía el estómago cualquier referencia a la leche merengada. Esa frustración de amor imposible le reconcomía los nervios y necesitaba con urgencia contárselo a alguien de confianza. Su hermano mayor siempre le había escuchado y conseguía tranquilizarlo. Tal vez se debiese a su especial tono de voz.
Salió repentinamente de sus pensamientos al ver que la recepcionista lo miraba con cierta expectación y se encaminó al ascensor, no sin antes dedicarle a la mujer una estúpida sonrisa.
En el exterior, la tormenta estaba cobrando más importancia. Tanta, que el tráfico era ya un serio follón, y el movimiento de gente por la acera y de papeles y demás guarradas volantes resultaba a la vista de lo más caótico, hasta el extremo de que nadie se percataba de la precaria situación de los limpliaventanas que estaban colgados del edificio del banco. Éstos procuraban no pensar en su drama y se entretenían viendo lo que ocurría tras las ventanas por las que iban pasando con el vaivén de su columpio. Eran tres: en la de la izquierda había un ejecutivo tirándole el tejo a una secretaria; en la del medio había un señor en un escritorio que les daba la espalda y, en la derecha, había un tío apuntando con una pistola al director del banco. En la del medio el señor seguía de espaldas; en la de la izquierda el ejecutivo se había sacado la chaqueta; en el del medio el señor estaba de espaldas; a la derecha el tipo de la pistola estornudaba; en el medio el señor de espaldas contestaba al teléfono; a la izquierda la secretaria abofeteaba al ejecutivo; en medio, el señor que estaba de espaldas había colgado el teléfono; a la derecha acababa de entrar un tío en el despacho; en medio, el señor seguía de espaldas; a la izquierda, la habitación estaba vacía; en el medio seguía el mismo señor de espaldas; a la derecha, el tío de la pistola se había puesto en pie y el joven que había entrado le sonreía estúpidamente; en el medio...

-¡Aaarghh! Nos vamos a matar.

-Cállate, coño, y estate quieto. Agárrate bien

-¡Nos vamos a matar! ¡Nos vamos a MATAR! ¡NOS VAMOS A MATAR!

-¡Cállate!

La tormenta estaba ya encima de la ciudad después de haber visitado unas cuantas. Algunas de ellas todavía mostraban despojos y escombros esparcidos por sus suelos e incluso algún entierro aislado de sus víctimas.
Aquel cementerio estaba lleno de basura desparramada. Un grupo de personas gimoteaba junto a una tumba que dos operarios llenaban con paletadas de tierra. Dos muchachos y una chica salían compungidos a través del portalón cubierto de enredaderas.

-Joder, qué putada. Somos una mierda.

-Era un chaval. Tenía la vida por delante.

-Parece que fue ayer cuando compartimos el último porro.

-Coño, como eres. Fue anteayer.

-Parece que fue hoy.

Caminaron en silencio hasta el centro de la ciudad mientras la chica se hacía un canuto. Antes de encenderlo se detuvo, con la mirada perdida, y los otros se pararon y la miraron.

-Hay algo que no entiendo- dijo ella.

-Anda, mujer. No le des más vueltas. No sirve de nada torturarse.

-Es que es muy raro.

-¿El qué?

-Morirse de fallo cardíaco tan joven.

-Chica. Eso nunca se sabe.
-Si, pero ¿qué hacía follándose a la vecina en la bañera?

El tipo de la barba estaba de mal humor. Hacía dos días que su mujer montaba la bulla llamándole drogadicto y degenerado.

-¿Cómo quieres que te diga que no los conocía de nada?

-Me tomas por tonta. ¿Cómo van a entrar cuatro desconocidos a invitare a un porro por la cara?

-Ya te lo he dicho. Yo tampoco lo entiendo, pero parecían buena gente.

-Unos drogatas.

-Déjame en paz.
Fue en ese momento cuando la chica pidió fuego. Sus dos amigos sacaron los mecheros a la vez. Ella sonrió repentinamente con los ojos muy brillantes y dijo:

-Este es en honor del que ya no fumará más porros con nosotros.

-Pues entonces ya sé dónde nos lo vamos a fumar- dijo el más alto del los chicos.

A muchos kilómetros, la situación de los limpiaventanas seguía siendo crítica. A la izquierda, el ejecutivo había entrado a por la chaqueta y se había ido; el señor del medio seguía dando la espalda; y a la derecha, el de la sonrisa estúpida tenía las manos en alto; el señor del medio tenía mucho trabajo.

El director del banco estaba desconcertado: ¿Qué podía pasar ahora que estaba allí su hermano? Estaba claro que no podía arriesgar más vidas que la suya y esto se lo ponía más fácil para darle al atracador lo que pedía sin quedar mal, así que decidió acceder de una vez y sin más rodeos.

-Está bien- dijo. ¡Y cómo lo dijo! Una voz templada y sólida, enérgica, con un tono grave y algo rasposo. No parecía ceder a las pretensiones del ladrón, no, más bien todo lo contrario.

-Está bien- repitió tras esta pausa explicativa- tire ese arma y admita la realidad. No va a conseguir nada bueno con su actitud. No ponga en peligro más vidas.

El tío de la pistola no sabía qué decir. Se sentía aplastado por unos argumentos tan bien pronunciados... Bajó el arma un momento y miró a los dos hombres que tenía delante.
Armado de valor, el director se abalanzó sobre él y le sujetó la mano del revólver por la muñeca, haciéndole apuntar hacia el techo. Sonó un disparo y ambos lucharon por toda la estancia tirando todos los muebles que podían.
El señor de al lado seguía afanado en su curro, de espaldas a la ventana. En la ventana siguiente la secretaria se masturbaba ante una foto de su jefe. Al lado, el señor seguía trabajando de espaldas a la ventana y, a la derecha, dos hombres atravesaban el cristal y caían sobre un desdichado limpiaventanas.

-¡Dios mío! – gritó el director con la voz más ridícula que se pueda imaginar.
El viento, el balanceo y el peso de los cuatro hombres fue excesivo para el elevador.

-¡¡NOS VAMOS A MATAR!!

-¡¡CÁLLATE!!

Aquello se rompió. Si no llega a aparecer Spiderman, se habrían matado los cuatro.
Cuando nuestro héroe dejó en el suelo al único superviviente (que no paraba de gritar que se iban a matar) trepó hasta lo alto del edificio y, tras echar un último vistazo a los tres cadáveres que habían quedado esparcidos por el suelo, pensó:

-No debería fumar porros.

Sonrió bajo su roja máscara y contempló la tormenta regocijándose con la agradable vibración de su instinto arácnido.

BARCELONA 1990

















EPÍLOGO

El barbudo fue a ver quién llamaba a la puerta.
Los tres chicos entraron sin presentación alguna. La chica fue la primera en hablar cuando estuvo dentro.

-Hola. Perdona por lo del otro día. Fue un lapsus general. Todos creíamos que eras colegas de algunos de nosotros, pero por separado. ¿Entiendes?

-No, pero es igual. Pasad.

-Te venimos a invitar a un porro. Ya has terminado con la puerta ¿verdad?. Te ha quedado de puta madre.

-¿Te gusta?. Pues he terminado con el resto de la casa.

-Es que se nos ha muerto un colega ¿sabes?- dijo el chico más bajo- Este peta es en recuerdo suyo.

-¿el otro del otro día?

-Sí.

-Vaya. Lo siento.

-No queremos estar tristes. Anda, enciéndelo.

-Gracias.

Se sentaron en una acogedora salita llena de cojines, y la mujer del barbudo preparó un café cojonudo. Se contaron multitud de cosas durante horas y se liaron más canutos. Incluso la señora del barbas fumó un par de bocanadas. El atardecer se coló por la ventana y los pintó a todos de amarillo mientras se reían amistosamente.
Fuera, en la calle, fulano pasaba subido en una moto, pero a saber a dónde coño iba.